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"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Historismo constitucional (XV)

El Rey Juan Carlos I, auspiciado por el carisma y la determinación de Adolfo Suárez e investido de los poderes absolutos del Estado, introdujo la democracia en España a cambio de perderlos (los poderes absolutos), de renunciar a ellos. Pago justo y generoso. Imprescindible para el fin.

Mas se trataba de un juego sutil. Se precisaba astucia y diplomacia. Movimientos medidos y meditados, y la complicidad de los sectores económicos, sociales, políticos y culturales más representativos. Se requería cambiar la legitimidad desde la legalidad vigente. Entonces, entró en escena don Torcuato Fernández-Miranda, Presidente de las Cortes y redactor de la última Ley Fundamental del régimen franquista, la octava: la Ley para la Reforma Política, de 4 de enero de 1977.

Abastecidos de cámaras de vídeo, quedó grabado en nuestra retina el suspiro de alivio del que se desprendió el Presidente Suárez cuando se anunció la aprobación de la ley. Con ella, se buscó concretar la representación, constituir un sistema electoral y fijar unos principios dogmáticos y orgánicos, junto con un proceso legislativo. Pero, ante todo, se legalizó una reforma constitucional, saludando la llegada de la Constitución de 1978. Fue, en definitiva, el principal instrumento de transición.

Con el correspondiente trámite de referéndum, reconoció la soberanía popular, la supremacía de la ley, unas Cortes bicamerales y un Rey con facultades de sanción y promulgación, comenzando el destierro de sus poderes absolutos.

La cuestión era que el proceso constituyente estaba en marcha, y no iba a ser tarea fácil. Demasiado rencor, demasiada desconfianza. Aunque la palabra estaba dada, el compromiso era firme. El único modo de seguir adelante era obrar de la manera contraria a la que obró Franco. No despreciar aquellas famosas palabras que pronunciara don Manuel Azaña: paz, piedad y perdón. Olvidar la discordia, olvidar la venganza, empezar de cero.

Siete hombres, representantes de la mayoría del arco parlamentario, fueron elegidos para elaborar un texto constitucional acorde con la nueva realidad social e histórica, fruto del consenso regente de los tiempos. Siete ponentes para redactar la Norma Suprema. Siete padres para una sola Constitución: Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca Rodrigo, por UCD; Manuel Fraga Iribarne, por Alianza Popular; Gregorio Peces-Barba Martínez, por PSOE; Miquel Roca i Junyent, por CiU; y Jordi Solé Tura, por PCE. Siete hombres sometidos al peso de la discusión.

El 6 de diciembre de 1978 su aprobación se concedió a la voluntad del pueblo español por la vía del referéndum. Otra cosa sería el grado de voluntad. O el grado de conocimiento constitucional de un pueblo con un respetable porcentaje de analfabetismo, y bisoño en materia de libertades y política tras casi cuarenta años de férrea dictadura. Pero el Rey parecía campechano y tenía cara de honrado, y Suárez decía que era bueno votar con un sí. Y también lo decía González. Hasta Fraga y Carrillo parecían conformes. Y todas las calles se plagaron de propaganda, y de coches con altavoces invitando a la votación. Y en la radio sonaba «Habla, pueblo, habla» una y otra vez. Y toda la gente estaba ilusionada, deseosa de que el día llegara y el ansiado sí triunfara. Y el sector preparado, los que sabían de esto, y las nuevas generaciones, los jóvenes más instruidos, hijos de la universidad, decían que sí, que lo mejor era que se aprobara… Entonces, vamos todos a una. Entonces, votemos sí.

Y así, más o menos, fue cómo nos dotamos de una Constitución popular, normativa, extensa y polivalente —al procurar, en este caso, aunar las distintas opciones políticas—, que todavía hoy, salpicada de dudas y entredichos, sigue siendo aplicada. Aplicada y aplicable, claro, pues establece una forma de gobierno, la monarquía parlamentaria, donde el rey reina pero no gobierna; su función es simbólica, representativa, moderadora y arbitral. También insólita es la organización territorial del Estado, según la cual las regiones cuentan con diferentes grados de autogobierno libremente atribuidos, aunque evitando el republicano vocablo «federal», y vetando parte de sus caracteres. Huelga teclear que tal preferencia no enturbia un catálogo de derechos y libertades que nada tiene que envidiar a los países de nuestro entorno, si bien la Norma Fundamental de 1978 continúa la tradición del bicameralismo, porque, al cabo, nadie es perfecto.

¡Detente, historicista suscribiente! ¡Contén el tecleado aquí y ahora! Puesto que, llegados a este punto, para lo acontecido con posterioridad, será menester reservar un último capítulo. Que bien lo merece.

 

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