Somos varios quienes esperamos la llegada del autobús en esta suave tarde de mayo en la capital de la provincia. No soy de los que cogen el coche o el transporte público para desplazarse por el interior del municipio, prefiero la movilidad a base de desgastar suelas. Pero mi destino está distante y, aunque el tiempo invita al agradable paseo, tampoco es cuestión de dedicarle horas extras al gimnasio. Un puñado de personas, entonces, aguardamos en la parada del número correspondiente con mayor o menor nivel de paciencia. Consulto la pantalla informativa sobre la estimación del paso, y al mío todavía le quedan doce minutos. A mi lado, un matrimonio sexagenario permanece de pie; la mujer manifiesta evidentes signos de desesperación que, si bien expone a su marido con gesto enfurecido, lo hace de un modo discreto, sin alzar la voz. Un cuarto de hora que llevamos aquí, le viene a decir, y faltan otros diez minutos, que es otro cuarto de hora. Pergeña, por ello, la buena señora una estrategia de transbordos que les vaya acercando poco a poco a su destino y haría las delicias del general más condecorado del Ejército, puesto de inmediato en práctica, al subir al primer autobús que para. A unos pasos, una madre y su hija, ataviada con uniforme escolar, comentan los acontecimientos de la jornada en el centro educativo. La niña cuenta a su madre los resultados de un trabajo realizado con unas amigas, las preguntas de una profesora, las materias de un examen próximo. La madre la escucha, atenta, intercambia impresiones y, de vez en cuando, le retoca a su hija la melena larga y negra que se le altera con los esporádicos golpes de una brisa baja y escurridiza, que se entremete por los exiguos huecos que la masificación de la avenida le brinda. Tras de mí, el frío poyo metálico que, holístico, sobresale de la estructura que conforma la parada, lo ocupan un hombre y una mujer mayores, octogenarios, y un muchacho enfrascado en la pantallita del móvil, pulgares oponibles a velocidad de crucero y casquitos inalámbricos colgando de los pabellones auditivos, quien pronto abandona el lugar, al arribar el autobús de su número, justo el mismo del matrimonio sexagenario descrito líneas atrás. Tampoco tardará demasiado el hombre en levantarse, accediendo al suyo un minuto después, quedando, así, la abuelita sola en el asiento. Pequeña, encorvada, pelo níveo corto. Viste blusa marfil y pantalón negro, y necesita una muleta que reposa sobre su torso. De repente, una mujer, con un florido conjunto verdoso, se asoma, impaciente, a la pantalla informativa, para exhalar, aliviada, y retirarse unos metros. Más angustiadas, si cabe, unas turistas, acento mesetario, pantuflas veraniegas y sombrero de paja de ala ancha, preguntan por la parada de un número que no terminan de localizar, por lo que salen pitando hacia otra zona de la avenida, cuando se les advierte de los que pertenecen a la nuestra. Presencia fugaz la de un padre y sus dos hijas, en hora para su autobús. Casi tanto como un septuagenario de porte gallardo y aire galante, muy repeinado, conjunto ocre primaveral, quien les sigue.
Y, en éstas, se presentan dos jóvenes, o quizá no tanto, maduran la veintena, si no rozan la salida. Estilo marginal, poligonero, en despectivo. Chándal holgado, piel cuarteada, interrumpida con algún tatuaje, pupilas dilatadas, ojos vidriosos; muy dilatadas, muy vidriosos. En uno se observa cierto grado de discapacidad en las extremidades izquierdas y traba las palabras al hablar, como secuelas de una parálisis mal curada. Ambos emplean una jerga cheli en su diálogo, con mucho tronco, mucho colega y mucho arrastre de sílabas; demuestran, en fin, una drogodependencia que les ha envenenado la voluntad, carcomido el cuerpo y desleído el cerebro.
No parecen mala gente. Nunca se sabe, claro, qué podemos hacer, cuando la necesidad nos conduce a la desesperación; hasta dónde podemos llegar. Sin embargo, no parecen mala gente, como tecleo. El contexto, las circunstancias, las influencias y la enfermedad. Porque es la enfermedad la que es mala. Esa puñetera enfermedad que los consume y los domina. Que atrapa con el rasposo rigor del esparto y transforma a la persona en cochambre, pasto de huesos y carne disecada. Lacra infame.
Ahí están los dos, pues, charlando de lo chungo del barrio, del peligro de las esquinas y de lo difícil de la vida, mientras su autobús de turno se disponga a hacer alto en la parada, cuando, al alcanzar el banco una libertad parcial, acompañan a la abuelilla. Al instante, inician conversación con la señora. A vueltas con la vida y sus avatares, el coloquio se percibe agradable, respetuosos en todo momento, que es lo que importa. En un punto, uno de ellos se adentra en el tema de la edad, y le recita a la mujer el clásico «ojalá lleguemos nosotros a su edad». Al escuchar la expresión, ella ajusta una leve mueca, decaen sus párpados y lo mira, fija y decidida, segura de su experiencia y su lucidez. «No lo creo —sentencia, honesta—. Estáis perdidos… Estáis perdidos». La repetición es dura, hiriente. Los dos compadres, impactados, se tornan mudos, los labios congelados por la frialdad de ese futuro cercano. Y la abuela se coloca la muleta, deja el poyete metálico y se aleja de la parada, enarcada, a pasitos cortos, desdeñando cualquier autobús que fuera o fuese. El figura de la frasecita ortodoxa se gira hacia el otro: «Tío, cómo nos ha calado —reconoce con un deje de resignación—… Más sabe el diablo por viejo, ¿no?».