Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

El Abrazo de Vergara

Llevaba tiempo sin teclear ninguna línea eminentemente histórica por esta zona sur de Córdoba, y hoy me apetecía, aprovechando la cálida modorra estival. El caso es que concluía el mes de agosto de 1839, cuando los generales Baldomero Espartero y Rafael Maroto sellaban con un abrazo en el municipio de Vergara (Guipúzcoa) el Convenio firmado el día 29, el cual, para algunos, supuso el final de una de las varias guerras civiles españolas y de la primera de las llamadas Guerras Carlistas.

Si partimos de la premisa de que en España sea precisa una excusa, satinada con justificación, para eso de lincharnos, se podría ubicar el inicio del relato en el reinado de Fernando VII, bochornoso e infame representante de la monarquía española (pese a la Historia pasada y reciente), quien, tal vez, si bien con dudas, hubiera abandonado por los confines del Reino a cualquier bastardo, imagen de su padre, pero que, respecto al ámbito oficial, no tuvo descendencia hasta el nacimiento de su hija Isabel en 1830. Dos años después nacería su segunda hija, Luisa Fernanda, y última, al fallecer el Rey en septiembre de 1833. Aun así, no sería del todo exacto, pues debería remontarme a la Ley de Sucesión o Reglamento de Sucesión de 1713, por la que las mujeres podrían reinar, siempre que no hubiera un heredero varón en línea directa o colateral. Durante el reinado de Carlos IV, las Cortes aprobaron la Pragmática Sanción de 1789, que derogaba la Ley de Sucesión. Sin embargo, no llegó a promulgarse y publicarse por causas de interés político. Ante este retablo, Fernando VII, tras contraer matrimonio con su cuarta esposa, María Cristina, y todavía sin descendencia, tenía como heredero al Trono a su hermano Carlos María Isidro, imposición que no terminaba de convencerlo del todo, de manera que, a través de la Pragmática Sanción de 1830, se promulgó y publicó la de 1789, asentando la sucesión de su descendencia directa, si la lograba, aunque fuera una mujer.

Y claro, al morir Fernando VII, se montó el sarao entre los bandos de Isabel II y de Carlos María Isidro, en forma de guerra civil. Los motivos de los apoyos a cada partido no aparecen tasados con exactitud, cuales numerus clausus. Desde luego, el espíritu tradicionalista, el régimen absolutista, el mantenimiento de los Fueros y la prevalencia de la religión, para los carlistas, frente a las corrientes liberales y unitarias de los isabelinos, se revelarían en la trama. El punto y aparte de la contienda fue el Convenio de Vergara, que procuró un armisticio digno, honorable e integrador para los soldados carlistas, el compromiso de defender el sistema foral en Cortes, la libertad de los presos carlistas que acatasen el Convenio y la atención a las viudas y huérfanos de los carlistas muertos durante la guerra. El pacto germinó con la esperanza de que eclosionara en el punto y final de la beligerancia. Pero, mientras Espartero retornó a la Corte con el título de duque de la Victoria, Maroto fue tachado de traidor por una facción carlista que se negó a aceptar las disposiciones convenidas. El propio Carlos María Isidro se exilió con parte de sus adeptos, consolidando las bases de las futuras Guerras Carlistas.

En el Año Galdós, de triste agonía por los acontecimientos pandémicos, no me plegaré a lo ya hecho por otros hace nueve o diez meses, cuando compararon el Abrazo de Vergara con el hipócrita e histriónico representado por Sánchez e Iglesias, puesto que implicaría denigrar el mérito y la nobleza del evento decimonónico. Reproduciré, si me lo permite, las palabras del genial escritor, impresas en su novela Vergara (1899), vigesimoséptima de la colección Episodios Nacionales:

«Era éste un extenso campo a la salida de la villa, entre el río Deva y el camino de Plasencia. Allí formó muy de mañana el ejército de Espartero, y ante él fue desfilando la división castellana, con su jefe el General Urbistondo. Maroto, que parecía resucitado, a juzgar por la repentina transformación de su continente, que recobró su gallardía, así como el rostro la expresión confiada y el color sano, ocupó su puesto; al punto apareció con su brillante Estado Mayor el Duque de la Victoria, y recorridas las líneas, cautivando a todos con su marcial apostura y la serenidad y contento que en su rostro se reflejaban, mandó a sus soldados armar bayonetas; igual orden dio Maroto a los suyos. Espartero, con aquella voz incomparable que poseía la virtud de encender en los corazones la bravura, el amor, el entusiasmo y un noble espíritu de disciplina, pronunció una corta arenga perfectamente oída de un lado a otro de la formación, y terminó con estas palabras: “Abrazaos, hijos míos, como yo abrazo al General de los que fueron contrarios nuestros”. Juntaronse los dos caballos; los dos jinetes, inclinando el cuerpo uno contra otro, se enlazaron en cordial apretón de brazos. Maroto no fue de los dos el menos expresivo en la efusión de aquella concordia sublime. En las filas, de punta a punta, resonó un alarido, que parecía explosión de llanto. No eran palabras ya, sino un lamento, el ¡ay! del hijo pródigo al ser recibido en el paterno hogar, el ¡ay! de los hermanos que se encuentran y reconocen después de larga ausencia. Era un despertar a la vida, a la razón. La guerra parecía un sueño, una estúpida pesadilla. […] En la opinión del carlismo, quedó Maroto como el prototipo de la traición y la perfidia. No era justo. A sus defectos, con ser grandes, toca menos responsabilidad que a su destino cruel, y a la disparidad entre su carácter y el personal absolutista, entre sus ideas y la causa que defendió. El brazo eclesiástico, firme apoyo de la facción (descoyuntado en Vergara, recompuesto después), no perdonó a Maroto su cooperación en la obra de la paz, como se verá por este hecho rigurosamente histórico. Recompensado por el Gobierno de Isabel con un alto cargo militar, residió D. Rafael algún tiempo en España. Su hija Margarita, joven de acrisoladas virtudes, que no se descuidaba en sus prácticas religiosas, fue a confesar una mañana, una tarde (no importa la hora), en una iglesia que no hace al caso. Cumplió serena y contrita, declarando sus pecados, que no debían de ser graves, y cuando terminaba, le preguntó el sacerdote su nombre. La pobre niña, tímida y pura, ¿qué había de hacer? Se lo dijo… Lo mismo fue oírlo el cura que de un bote se levantó iracundo, y con destempladas voces la despidió, negándose a darle la absolución. Atribulada, llorosa, salió la penitente de la iglesia y no paró hasta su casa. ¿Se pone en duda este hecho? Pues de él puede dar testimonio D.ª Margarita Maroto, viuda de Borgoño, anciana respetabilísima, que aún vive. Reside en Valparaíso».