Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Magnificencia (1)

Los que me conocen saben que no me gusta, en general, la Semana Santa egabrense. Ni la cordobesa, ni la andaluza. No me gusta el poco empeño que ponen las cofradías en buscar el bien espiritual de los cofrades mediante catequesis, pláticas, retiros espirituales, obras de caridad, etc. Tampoco me gusta el cachondeo que se monta en las procesiones, en las que todo el mundo está parloteando o comiendo pipas o gusanitos al paso de la procesión, en vez de estar recogidos en oración. Tampoco termino de entender la indisciplina y la blandenguería de quienes no practican el ayuno o la abstinencia de comer carne el Viernes Santo, como lo manda nuestra Madre la Iglesia para ayudarnos a vivir mejor la Pasión del Señor identificándonos siquiera un poco con lo que padeció Nuestro Señor por nosotros. Tampoco, en fin, comprendo que una gran mayoría lleve una doble vida y, por una parte acuda a las procesiones y, por otra, no haga cada cual una buena confesión de sus pecados para enfrentarse suficientemente preparado a los misterios de nuestra Redención.

Ahora bien, lo que sí entiendo y con lo que estoy plenamente en sintonía es con la esplendidez con que desde la organización de la Semana Santa—es decir, desde las personas individuales que componen dicha organización—se trata al Señor y a la Santísima Virgen. Esa magnificencia es expresión del amor. Quien no lo entienda, no sabe lo que es el amor. El día en que los enamorados de esta tierra se regalen como manifestación de su amor un pedazo de hormigón en bruto entonces empezaré a pensar que al Señor o a la Virgen no hay que tratarles con la delicadeza con que se les trata en la Semana Santa de estas tierras.

A quienes argumentan que todo el dinero que se gasta en enriquecer las sagradas imágenes se podría emplear en asuntos sociales que remediasen la miseria material de otras personas, les copio una cita algo larga, pero sin desperdicio, del Evangelio de San Juan, en el capítulo 12, que dice así:

“María—se refiere a la hermana de Marta y Lázaro, amigos de Jesús—, tomando una libra de perfume de nardo puro de gran valor, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó del olor del perfume. Dijo entonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que iba a entregarle: “¿Por qué no se ha vendido este perfume en trescientos denarios y se ha dado a los pobres?”. Dijo esto, no porque él se preocupara de los pobres sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, hurtaba de lo que echaban en ella. Pero Jesús dijo: “Déjala que lo guarde para el día de mi sepultura. Pues a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”.

La respuesta de Jesucristo viene más matizada en el Evangelio de San Mateo y en el de San Marcos. Copio la del capítulo 26 de San Mateo, que dice así:

“¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues ha hecho conmigo una obra buena. Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis. Al echar ella este ungüento sobre mi cuerpo lo ha hecho para preparar mi sepultura. Os aseguro que dondequiera que sea predicado este Evangelio, en el mundo entero, se contará también lo que ésta ha hecho, para su memoria”.

Huelga decir que la doctrina católica sobre el culto a las imágenes está fijada desde el 2º Concilio de Nicea en el año 787 y desde el Sínodo de Constantinopla del año 843, en los que se siguió la doctrina del Padre de la Iglesia, árabe, llamado Juan El Mansur, también conocido como San Juan Damasceno (650-750), quien agudamente distinguió entre la “adoración”, que corresponde única y exclusivamente a Dios, y la “veneración”, que puede tributarse a las criaturas (personas y cosas) y a la imagen de Cristo y de los santos, entendiendo que esta veneración nunca se dirige a la materia en sí, sino a la persona representada que, según una antigua tradición, está presente de alguna manera en la representación de la imagen, de modo que solo en virtud de esta presencia del Espíritu Santo pueden las imágenes facilitar la gracia de Dios.

Concluyendo de todo esto puedo decir que estoy seguro, y estoy persuadido de que estoy en lo cierto, de que al Señor le agrada esa magnificencia de la Semana Santa andaluza. “Buena obra” se está haciendo con Él. Estoy seguro de que ese es el sentir de Dios. El Señor aceptó de buen grado esa unción de la hermana de Lázaro, de la misma manera que aceptó el cariño de José de Arimatea, de Nicodemo, de su Madre, de San Juan y de las santas mujeres, que le proporcionaron una sepultura digna de un rey, evitando que terminara en una fosa común como un desgraciado. Esa magnificencia con Dios es fe y es oración.

Y también estoy seguro de esto “sensu contrario”, ya que no he encontrado a nadie que no sea espléndido con el Señor y que a la postre le ame de verdad. Me viene ahora a la cabeza la memoria de una persona—de Cabra—cuyo nombre no diré—, que sin saberlo él—porque no lee el Evangelio—repitió textualmente hace poco en una conversación las mismas palabras de Judas para argumentar contra la Semana Santa egabrense, cuando él jamás ha hecho una sola obra de caridad con nadie porque el egoísmo es su norma de conducta. Judas como éste hay bastantes, a quienes más valdría revisar su hipocresía que desatar su crítica cínica.

Como no quiero extenderme excesivamente en esta colaboración, dejo para otra posterior algo más que querría decir todavía sobre este tema.

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