Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Con caridad, pero siempre la verdad

Dicen que la verdad duele y que hay cosas que no se pueden decir. No estoy de acuerdo. Todo se puede y se debe decir. La cuestión está en el "cómo". Ese "cómo" no es una simple cuestión de cortesía o de táctica de relaciones humanas.

Efectivamente habrá cosas que no se deban decir, pero otras sí. ¿Cuál es el criterio?

Para saber si hay o no hay criterio, lo primero es plantearse si se persigue algo o no diciendo determinadas cosas no agradables a los demás.

Si no se persigue nada de los demás, puede ser razonable dejarles que sigan en la ignorancia, pues como dice el refrán, "ojos que no ven, corazón que no siente".

Las cosas cambian cuando lo que se persigue es el bien de los demás. Pero ¿por qué o para qué perseguir el bien de los demás? Esta pregunta puede tener una respuesta más o menos razonable: porque es lógico querer para los demás el bien que querríamos para nosotros mismos. Pero también cabe una respuesta más decidida que daría cualquier cristiano: porque Dios nos ha pedido que amemos al prójimo como Él nos ha amado. Es decir,  en muchas ocasiones hay que decir la verdad por amor, por caridad.

Decir la verdad a los demás es una cuestión de caridad. Decimos la verdad a los demás por amor, porque queremos lo mejor para ellos y la verdad siempre es un bien. La verdad podrá hacer sufrir, pero siempre es mejor que la mentira o la ignorancia.

Hay personas que en un momento determinado dan entrada en su vida a la mentira, y pasado un tiempo conviviendo con ella, llegan a acostumbrarse hasta el punto de que esa mentira llega a ser connatural con ellas y terminan viéndola como una verdad más. De pronto, aparece en su vida otra persona, no acostumbrada a esa mentira, que ve el panorama desde fuera, y les suelta a bocajarro a esas personas la descripción verdadera de su situación, esto es, su asentamiento en la mentira.

Aquello produce conmoción. ¡Con lo tranquilo que se vivía en la mentira!

A partir de ahí se produce un problema porque la propia conciencia se ha despertado súbitamente y se pone a dar la lata. ¿Qué hacer?

Hay dos salidas. La primera es salir de la mentira en que se vivía. Es difícil, más que en el momento inicial, porque la mentira se ha acomodado y tiene la propiedad de ser como una garrapata en los cojones: que no se va ni a tiros una vez que se ha asentado. Pero se la puede echar a base de honradez y amor a la verdad.

La segunda salida es echarle cloroformo a la conciencia y seguir durmiendo. Es una salida sin futuro porque la mentira, de hecho, sigue ahí, y nada bueno se puede esperar de esa permanencia. Es la salida de quienes no valoran la verdad.

Pero podemos preguntarnos si existe la verdad y si es tan valiosa. Daré una respuesta con palabras del mismo Jesucristo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". Solo con que tuviéramos claro que Dios es la Verdad y Satanás el padre de la mentira, solo con eso ya sería suficiente para no admitir la más mínima concesión a la mentira en nuestra vida. Nos va en ello nuestro destino eterno nada menos.

También diré otra cosa: Fuera de Dios (y de lo que se relaciona con Él), casi no existen verdades absolutas. Pero también es verdad que hay cosas que razonablemente son verdad, y que resulta exagerado querer sostener que todo es mentira o irreal. Incluso esa postura tiene un aire dogmático injustificado e irracional.

Lo mejor que le podemos ofrecer a los demás es la verdad, aunque no sea absoluta, aunque se trate solo de una opinión razonablemente fundada que les ayude a salir de una ignorancia menos razonablemente fundada que nuestra opinión.

Estar en la verdad es estar en la máxima realidad. Eso solo se da en Dios. Pero los demás tenemos derecho y deber de buscar esa verdad, esa realidad, y es un gran favor que nos corrijan si nos movemos por la mentira, consciente o inconscientemente.

La corrección es buena, pero debe hacerse con caridad. A nadie nos gusta que nos metan un dedo en un ojo. Lo diré de forma más delicada: A nadie nos gusta que nos toquen los cojones. Por supuesto, esa corrección debe ser expresión de una caridad hacia los demás: lo que no tendría sentido es que esa corrección se hiciera con gran delicadeza y suavidad y el resto del trato con la persona a la que se corrige no tuviera el mismo tono. Evidentemente, eso sería hipocresía.