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Nash. Matemáticas y amor

En España, la noticia pasó casi inadvertida, entre la vorágine electoral de las municipales y autonómicas. Cuando aquí acababan de abrir los colegios electorales, o estando a punto de hacerlo, a miles de kilómetros, en Nueva Jersey, un taxi se estrellaba contra un guardarraíl, al intentar adelantar a otro vehículo, despidiendo a sus dos pasajeros, quienes murieron en el acto. Los fallecidos eran un matrimonio de ancianos. Un hombre y una mujer de ochenta y seis y ochenta y dos años, respectivamente. Podría entenderse como un accidente más, pero no de dos octogenarios cualesquiera. Se trataba de John Forbes Nash y de su esposa, Alicia.

 Nash ganó el premio Nobel de Economía en 1994, y su vida inspiró la película Una mente maravillosa (2001), dirigida por Ron Howard, sobre el guión de Akiva Goldsman, e interpretada por Russell Crowe. La obra fue merecedora de multitud de premios: cuatro Oscar (película, dirección, actriz de reparto y guión adaptado), cuatro Globos de Oro (película dramática, actor, actriz secundaria y guión), dos BAFTA (actor y actriz secundaria), etc.

Nash fue precisamente eso: una mente maravillosa, brillante, genial. Su carácter introvertido contrastó con una extraordinaria capacidad para las matemáticas, convirtiéndose pronto en una figura relevante en este campo. Destacó su teoría conocida como el Equilibrio de Nash, según la cual cada jugador obtendrá mejor resultado si comparte su estrategia con el resto. De este modo, todos lograrán beneficios, evitando una común obstaculización que, al cabo, terminaría suprimiéndolos mutuamente. Una suerte de competencia imperfecta, aplicable a la actividad empresarial y las relaciones laborales, que le valió el reconocimiento internacional y, a la postre, el Nobel. Además, sus estudios en el área de la teoría de ecuaciones diferenciales no lineales parciales le permitieron que este año fuese distinguido, junto a Louis Nirenberg, con el premio Abel, el de mayor prestigio en el área de las matemáticas.

 El Equilibrio de Nash se llevó a la práctica con agudeza en la película de Howard. Un grupo de amigos en un bar se fija en una bella chica rubia, acompañada, a su vez, de otro grupo de amigas. Todos los chicos quieren ligar con la rubia, sin atender a las otras, aplicando las teorías de Adam Smith, el padre de la Economía: en la competencia, la ambición individual favorece al bien común. Entonces, Nash expone la suya. Si todos van a por la rubia, se estorbarían mutuamente, perdiendo la partida; después, claro, lo intentarían con las amigas, quienes, ofendidas, los ignorarían, pues a nadie le gusta ser segundo plato. Ahora bien, ¿y si nadie va a por la rubia?... No habría obstáculo ni ofensa, sino victoria.

Nash contrajo matrimonio en 1957 con una de sus alumnas del MIT, Alicia. Las sospechas motivadas por su extraño comportamiento —peor de lo habitual—, derivaron en un reconocimiento psiquiátrico y en un diagnóstico de esquizofrenia en 1958. Creía ser víctima de una conspiración comunista, conducida por agentes infiltrados que lo perseguían. Pasó por varios centros, abandonándolos bajo una fuerte prescripción de medicamentos. Sin embargo, este tratamiento nublaba su privilegiada mente, impidiéndole pensar o razonar con fluidez, comprimiendo su lucidez intelectual y sus dotes matemáticas. Dejó el tratamiento, y las alucinaciones volvieron. Cuando su esposa y su hijo se disponían a marcharse del hogar familiar, cuando estaba previsto su nuevo internamiento, en ese instante, a un paso de perderlo todo, Nash percibió la línea, su asombrosa mente pudo apreciar la diferencia entre realidad y ficción. A partir de ahí, se propuso resolver por su cuenta su problema psiquiátrico, aprendiendo, poco a poco, y con tiempo, a vivir con sus alucinaciones, ignorándolas. Una proeza que parece desvirtuar la gravedad de la enfermedad y su dificultad para superarla. Nash dominó la enfermedad usando sus facultades analíticas y resolutivas, su control sobre la consciencia y la lógica. Su destreza metódica y su inteligencia superior.

La lucha, los incuestionables inconvenientes médicos, a medida que los fortalecían, minaban a John y Alicia. Las repercusiones de la batalla pasaban factura al matrimonio. Hubo encuentros y desencuentros, separaciones y reconciliaciones. Aunque el amor, ese fuego germinador cuyo poder eclipsa el impulso de todo escollo natural o artificial, humano o divino, también supo cómo derrotar a la enfermedad. O quizá fuese su única arma. Que, por sí solas, esas talentosas cualidades cerebrales no sirvieran de nada sin la paradoja del amor… Y que el Destino guiase ese amor, gestándolo y arrebatándolo, como teje la fortuna y la tragedia de los hombres, equilibrando su mutua necesidad, para que todos ganen. Por eso John y Alicia vivieron, combatieron y murieron unidos, sometidos por el Destino, marcados por la felicidad y la fatalidad. Porque sólo el Destino, señor y donador de sentimientos, es capaz de desentrañar las complejas ecuaciones del amor.

 

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