Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La misma hipocresía

Estoy tras la vidriera de mi lugar de trabajo enfrascado en mantener con dignidad una llamada telefónica profesional mientras los transportistas en huelga, al volante de sus camiones y camionetas, cruzan la avenida (de inmediato descubriría que, en realidad, están circundando el paseo que centra la zona, cual circuito de carreras dominguero). Llevan más de una hora de recorrido, acompasado por el tradicional abuso del claxon, los cartelones reivindicativos y la interrupción del tráfico, o el colapso, más bien, pues se les ha reservado, para el ejercicio de su derecho, uno o dos carriles, manteniendo la circulación ordinaria en los restantes. Condición, esta última, que puede fastidiar al resto de usuarios, sin llegar a joderlos del todo. Quizá, de haber sido la convocante alguna de las principales organizaciones sindicales, el tema se habría planteado de otra forma, con corte total del tráfico, megáfono lanza eslóganes, pancarta en cabeza sostenida por líderes sindicales y políticos (de la oposición, claro) y un mosquerío periodístico a la caza de la imagen o la frase de apertura de informativos y periódicos. Pero la circunstancia es la que es, y es lo que hay.

Están los transportistas, como tecleaba, dando vueltas al paseo, entre bocinazos y dióxido de carbono ambientando la marcha, cuando un grupo de solidarios ciudadanos que aguarda en la parada de autobús la llegada del siguiente de su línea comienza a aplaudir a los manifestantes, quienes agradecen el gesto dedicándole una variante rítmica del tema bocinero o efusivos saludos desde sus habitáculos. Ya, conductores particulares ajenos alternan el paso con ocasionales respuestas bocineras. No obstante, apunto el foco sobre quienes esperan el autobús. La escena me recuerda el periodo de confinamiento coronavírico, en aquella fase en la que desde balcones y soportales la peña enclaustrada aplaudía el paso del personal sanitario y de seguridad y auxilio que se enfrentaba a la pandemia en primera persona, sin posibilidad del cobijo hogareño. Y me recuerda a ella, porque se trata de la misma hipocresía social que se gastaba entonces. La hipocresía que aparentaba una solidaridad con el prójimo al tiempo que había arramblado con los productos de los supermercados, rebosando las despensas en perjuicio de los conciudadanos que, fuera por la causa que fuera, no habían podido acudir a la hora de apertura, para pelearse por el último pollo del estante. Ello, pese a que los suministros alimentarios estaban garantizados por el Gobierno. De hecho, las baldas quedaban vacías no por la falta de provisiones, sino por la imposibilidad material de reponerlas con tanta frecuencia.

Ahora, con los transportistas reclamando lo que en Justicia les corresponde e invitando (las cursivas son deliberadas) a otros compañeros a secundarles, la peña se destroza las manos en aplausos, una vez que ha saqueado debidamente los almacenes de las tiendas de alimentación en una alocada o demencial carrera por amontonar artículos básicos, con independencia de su condición perecedera y sin importar, o importando un carajo, si otros paisanos han tenido la oportunidad de aprovisionarse lo justo para capear el temporal. Y podría identificarse el fenómeno con el instinto de supervivencia, que, por legislación natural, permite al más fuerte y avispado imponerse sobre los demás. Sin embargo, con los depósitos a rebosar y los transportistas privados abasteciendo a sus empresas, el comportamiento se envilece y hace aflorar la verdadera condición humana, la cual cerca de hipocresía los reductos de la moral, corrompe la nobleza y mancha la razón de las demandas transportistas.

Queda bien, para qué vamos a negarlo a estas alturas de la película, aparecer al exterior como el más virtuoso y obsequioso de los seres que pululan el planeta, y plagar de aplausos la caravana manifestante ayuda bastante. También resulta agradable al equilibrio personal disfrutar de la tranquilidad de un frigorífico abarrotado, aunque sea a costa del luminoso hueco del refrigerador del vecino. En verdad, los seres humanos somos un cúmulo de imperfecciones. Tratar de alcanzar la perfección, amén de barruntarse aspiración loable y obligada, si bien quimérica, se antoja proceder artificioso, si se tensiona en exceso, que en nada beneficia al desarrollo personal. Pese a, tampoco demuestra demasiada bondad, apaleando las propias bondades que han de regir la convivencia social, mostrar una empatía que ha quedado desvirtuada o puede desvirtuarse por una actuación individualista o egoísta. Permitir que unos vean cómo los respaldas y otros no vean cómo los quebrantas, se equipara a un ejercicio de hipocresía del gusto más infame.

A través de la vidriera de mi lugar de trabajo, observo al grupo de personas aplaudiendo a los manifestantes que transitan por el circuito, a los conductores ajenos que responden con sus cláxones, sincronizados unos y otros con los bocinazos camioneros y adornando las declamaciones reivindicatorias. Empiezan todos a gritar consignas de alabanza y ánimo, que no merman la intensidad de los golpes de palmas ni la presión de los cláxones, y me vuelvo, preguntándome cuánto habrá de repetirse el drama.