Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Historismo constitucional (y XVI)

«Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el Poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el Presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos… Si nada se puede esperar de las turbas monárquicas, tampoco debemos tener fe en la grey revolucionaria. […] No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos, ésos que ya chiflaban en los años anteriores al 68. La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar los años, lustros tal vez, quizá medio siglo largo, antes que este Régimen, atacado de tuberculosis étnica, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental».

            Un siglo después de que don Benito Pérez Galdós escribiera estas palabras para su novela «Cánovas» —última de la colección «Episodios Nacionales»—, no es que haya cambiado mucho el panorama. Quizá, porque cincuenta años después habíamos dado un importante salto atrás, para hallar la muerte. Gobernados por fanáticos estúpidos, adictos al desfile marcial y a caminar bajo palio, progresar se tornaba misión imposible. Tampoco pasado el medio siglo de los sucesos narrados en la novela, huérfanos del testimonio sublime de don Benito, habría esperanzas para las generaciones vivientes, ni para las postreras.

            Pero tecleaba yo, si confío en la fidelidad de mi memoria, sobre la promulgación de la Constitución de 1978. Para entonces los políticos de primer nivel, con la mano ganadora del sillón presidencial, eran jóvenes y guapos. Chavales con talento, criados, su mayoría, entre la clase obrera, más puestos en los mundanos asuntos del pueblo. Cuando lograron asentar sus tiernas posaderas en Presidencia, aun alcanzando grandes metas, pecaron del mal hispano, y nunca aceptaron una honrosa retirada a tiempo. Se fueron marchando envueltos por el silencio y el descrédito, languidecidas las ilusiones ciudadanas, muy alejados de las pomposas fiestas de bienvenida.

            Adolfo Suárez, potentado del Movimiento, fue, sin embargo, uno de los principales artífices de una compleja y delicada transición hacia la democracia. Una vez instaurada, capeado con honor un golpe de estado de denigrable villanía, persistió —y persistió— en querer gobernar una España que ya no lo necesitaba. Y que sólo lo recordó cuando él ya no podía recordarla.

            Casi anecdótica fue la presidencia de Leopoldo Calvo-Sotelo, de apenas nueve meses. A su sucesor, Felipe González, le correspondió la difícil tarea de devolver a la izquierda política al frente de la línea institucional del Estado, de homogeneizar la renta media, incrementándola, de abrir el país al ámbito internacional, y de desarrollar las bases democráticas, fortaleciéndolas, para evitar su descomposición y ruina con el consiguiente hundimiento. En cumplimiento de las directrices europeas, en 1992 llevó a cabo la conjuntiva reforma constitucional del artículo 13. Su final en la Presidencia no resultó plácido, dando paso a la de José María Aznar, quien culminó el desmedido crecimiento económico, desatendiendo cualquier estructura teórica del mismo, y resaltó la presencia internacional española. Con un pueblo hastiado de arrogancia y de terrorismo nacional y extranjero, en 2004, accede a la Presidencia del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, que, con su amplia visión de los derechos civiles y sociales, fue un buen Presidente para la época de paz, aunque incapacitado para lidiar con la crisis; tanto que en 2011 procedió con sumisión a la reforma del artículo 135 de la Constitución, impuesta por el amo alemán, para convocar elecciones generales al poco. Finalmente, con Mariano Rajoy como Presidente del Gobierno se ha practicado sin misericordia el recorte presupuestario en todo aquello adjetivado con el vocablo «público», que su antecesor inició violando sus principios.

            En el ínterin, el Rey Juan Carlos I comprendió que, como cualquier ciudadano, toca jubilarse cuando toca, y, maltratado y fatigado por achaques, indiscreciones y ofensivas conductas familiares, abdicó antes de que la terquedad de la vejez arruinase su legado. Siguiendo las disposiciones constitucionales, Felipe de Borbón y Grecia, su hijo, fue proclamado Rey de España por las Cortes Generales, reinando con el nombre de Felipe VI.

            Crisis, incompetencia, corrupción, incultura, egoísmo, cainismo, envidia, secesión… Lo habitual en esta tierra llamada España comparte protagonismo suicida en el panorama histórico actual. No es noticia, sólo la constatación de una idiosincrasia pura, forjada a lo largo de los siglos a base de jaquecoso martilleo repetitivo. Perdidos en un círculo vicioso, quedamos sometidos a la reincidencia, sin viso, ánimo o capacidad para regenerar, para escapar de los angostos trazos del círculo.

            Fruto del hartazgo, el resentimiento y la desesperación, germina un nuevo partido que propaga aquello que se desea oír, asegurando su fácil consecución. Pero, como escribiera don Benito, yo no creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos. Ninguno solventará el problema. Porque, ayer, hoy y mañana, España continuará siendo España. Vale.

 

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