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"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Historismo constitucional (VII)

Presidente tras Presidente, las Españas eran gestionadas como si de un equipo deportivo se tratara: ante los bochornosos fracasos, la figura del entrenador quedaba en entredicho, y con una fulminante destitución se le culpabilizaba de la derrota, cuando ésta sólo era consecuencia de las nefastas capacidades, la débil entrega y la tozuda arrogancia de los jugadores, ingobernables individualistas, negados para trabajar en equipo.

Fernando Fernández de Córdova, pese a compartir apellido, no era el Gran Capitán. Y apostaría que, aun con la potenciación del adjetivo, el rango no gozaría de la altura precisa en la escala militar. Don Fernando no tuvo tiempo ni de calentar el sillón presidencial, designándose como relevo a Ángel de Saavedra

El duque de Rivas, hombre de Letras y no de Armas, ni de intrigas palaciegas, ambiciones de camarilla o tejemanejes entre covachuelas, careció de oportunidad para corregir la ortografía en la publicación de su nombramiento. La revuelta popular en la Villa no logró ser disuelta con su mano dura, las tropas que partieron tras los revolucionarios de Vicálvaro no regresaron, y la Reina se dejó inspirar por el cuchicheo materno. Dos días después de la jura de Saavedra, la potestad regia retiró el estatus de pensionista a Baldomero Espartero y agasajó por enésima vez a Leopoldo O’Donnell, atrayéndolo a la causa reconciliatoria. Todo por el bien de la Patria.

Vive Dios, la entrada en Madrid del duque de la Victoria hizo honor a su título. Entre loor de multitudes, accedió a la Presidencia abrazado a su otrora enemigo y ahora Ministro de la Guerra. Nada más arrimarse a la mesa, exigió el cumplimiento de una de las condiciones impuestas a la Reina para su retorno —ya conté que era aclamado como divinidad terrena, institución superior a la monárquica—. Se convocaron Cortes Constituyentes, las cuales fueron aprovechadas por O’Donnell para medrar políticamente con la fundación del partido Unión Liberal, especie de batido rancio entre moderados descafeinados y progresistas acomodados que ocupó el centro ideológico y ganó las elecciones. Pero las medallas le pinchaban demasiado el pecho como para olvidar su condición militar. A don Leopoldo la nueva Constitución le importaba poco menos que un real, su interés se hallaba en comprobar cuál era su apoyo político y aguardar paciente el momento oportuno. Mientras tanto, no quedaba sino seguirle la corriente al viejo, soportar sus chocheces y rogar a Dios, quien siempre amparaba a los justos —o eso aseveraban—, un calvario decoroso.

Fuera o no decoroso, a las primeras de cambio, sí pareció breve. El proyecto constitucional jodía al catolicismo, pues, aunque reconocía el predominio de esta religión, nadie sería perseguido «… por sus opiniones o creencias religiosas, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión». Tamaña liberalidad en la residencia estival de Dios —domicilio habitual sito en el Vaticano, la casa grande, en pleno centro, sin pérdida—, no podía tolerarse. No obstante, tal jodienda se asistía de vaselina, porque la pura —no añado «dura», para evitar dobles sentidos—, la llamada «a pelo» llegaría al poco con la Desamortización de Madoz. El revuelo fue de los gordos —evítese de nuevo el doble sentido, por favor—. Los carlistas asomaron la cabeza por el agujero abierto —vaya, lapsus mío esta vez—, más por recordar su existencia que por intención provocadora —¡ah!—. Por rematar el símil libidinoso —de perdidos, al río—, más en plan mirón que participante.

De cualquier modo, diríase que al gobierno de Espartero lo había mirado un tuerto. Graves problemas se sucedían sin freno. Epidemia de cólera, crisis de subsistencias, quiebra de los campesinos de rentas bajas —quienes vivían de la explotación de las tierras comunales desamortizadas—, conflicto obrero en Cataluña. Al punto, este último acontecimiento significó la primera huelga general histórica, la cual transcurrió durante el verano de 1855, en mitad del debate constituyente.

En enero de 1856, recuperando la Diputación permanente y articulando el juicio por jurados para toda clase de delitos, quedó aprobado el texto constitucional que, sin embargo, no llegaría a publicarse ni, por ende, entraría en vigor. O’Donnell, relamiéndose los bigotes, se sirvió de la inestabilidad socio-política para encontrar el patrocinio real y, dimitido Espartero, fue nombrado Presidente. En septiembre disolvió las Cortes Constituyentes. La Constitución de 1856 se apellidaría «nonata».

Don Baldomero, sesenta y tres primaveras a cuestas, estimó merecida la jubilación definitiva, y con un «que os den» genérico partió en agosto hacia su refugio logroñés, donde moriría en 1879 —doce años después de O’Donnell—. Empero, no osaré recrearme en una extemporánea esquela. Al duque se le ofrecería la Corona de España, se le concedería el título de Príncipe de Vergara… En fin, que todavía habrá de aparecer en próximos capítulos de este humilde Historismo. Sea.

 

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