Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Adoptar personajes

Pues no sé a santo de qué le ha entrado a algún que otro literato la descabellada manía de adoptar personajes cuando éstos quedan huérfanos de padre o madre, como si, el hecho de dejar de insuflarles vida (literariamente tecleando, se entiende), repercutiera en una trágica crisis para la humanidad.

Es paradigmático el tándem Astérix y Obélix, personajes que marcaron las lecturas de mi infancia. Creo que leí todos los cómics publicados hasta aquella fecha, que incluían los editados tras la muerte de René Goscinny (falleció en 1977), cuando Albert Uderzo cargó solo con la responsabilidad de las famosas aventuras de la pareja de galos durante el dominio romano en el año 50 AC, y otros muchos a lo largo de mi madurez, hasta que Uderzo decidió jubilarse (y defender ciertas discrepancias con la Hacienda francesa). En ese instante, las historietas debieron terminar, limitarse a reeditar las ya publicadas. Empero, fuera por decisión editorial, fuera por deseo de su creador (previo acuerdo de porcentaje por derechos, barrunto), Jean-Yves Ferri y Didier Conrad asumieron la tarea de continuar la saga, dando a luz (permítaseme la licencia) hasta ahora, si confío en la fidelidad de mi memoria, tres obras: Astérix y los Pictos (2013), El papiro del César (2015) y Astérix en Italia (2017).

Otro supuesto destacable es el del estadounidense Eric Van Lustbader, quien se atribuyó la supuesta dicha de seguir narrando los arriesgados episodios en los que se veía involucrado o enredado Jason Bourne, personaje creado por su amigo Robert Ludlum, muerto funestamente en marzo de 2001 a consecuencia de las quemaduras sufridas por un incendio en su casa (poco antes del estreno de El caso Bourne, de Doug Liman, película que daría inicio a una franquicia cinematográfica de cuyo éxito no pudo ser testigo). En esta línea, el irlandés John Banville (Benjamin Black) recuperó para la novela negra al detective privado Philip Marlowe, nacido de la pluma de Raymond Chandler.

En España, y tomado igualmente con ánimo ejemplarizante, el leonés Andrés Trapiello reunió el valor (en otro momento hubiera tecleado «el par de cojones», éste me pilla modosín) de escribir ni más ni menos que dos continuaciones del Quijote: Al morir don Quijote (2004) y El final de Sancho Panza y otras suertes (2014). Al menos, Trapiello tuvo la decencia de respetar los deseos y la memoria de Miguel de Cervantes, quien había lidiado con la falacia y la ignominia de aquel impostor don Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda.

Punto, el de respetar los deseos y la memora del autor original, que no consideró la escritora británica Sophie Hannah, quien, con incursiones en la novela de suspense y policíaca, había cultivado la poesía y la narrativa infantil. Iniciada la presente década, fue elegida (o autorizada, no está claro) por los herederos de Agatha Christie para publicar nuevos casos del genial detective belga (no francés) Hercule Poirot, conservando la esencia del personaje y situando la acción en los años veinte del pasado siglo o en el periodo de entreguerras; preferiblemente, entre 1928 y 1932 (años en los cuales Christie no escribió historias de Poirot). Pero Christie, su creadora, mató a Poirot, y no fue una decisión espontánea o improvisada: aunque no lo publicara hasta 1975 (semanas antes de su defunción), había escrito Telón en los años cuarenta, con la pretensión de que viera la luz póstumamente. En Los crímenes del monograma (2014) y Ataúd cerrado (2016), para justificar el natural cambio de estilo (dura empresa intentar siquiera imitarlo: Christie solía desarrollar sus tramas en sentido inverso, ultimado el desenlace), Hannah recurre a un nuevo narrador, Edward Catchpool, sustituto del capitán Arthur Hastings. La muerte de Hercule Poirot en 1975 mereció una necrológica, el 6 de agosto, en The New York Times, como si de una persona se tratara: ¿qué prosista suplente, cualesquiera que fueran sus virtudes, superaría tamaña gesta?

Aun cuando es práctica habitual en el cine (a disposición, los veinticuatro filmes de James Bond, y en preproducción el veinticinco), la literatura no es un bombardeo de imágenes y sonidos, es imaginación y narrativa. Ni el indudable interés económico (poderoso caballero), que motiva tales adopciones de personajes (lo demás son excusas demagógicas), legitima un amasamiento conspirativo destinado a amalgamar ambas artes o legaliza una excentricidad usurpadora hacia el trasunto.

Un escritor no puede evitar transferir parte de sí mismo a cada uno de los personajes por él ideados. En ellos, en cada uno de ellos, habitan fragmentos del autor, cuales fragancias adheridas a la epidermis, rastros de una vida real recubiertos de un caramelo fabulado, dulce ficción al paladar del lector. Las artificiosas andanzas (andanzas, al cabo) de los personajes deben correr paralelas a la existencia de su autor, porque la desaparición de éste los quiebra. Y, así, mutilados, vagan; criaturas sin alma, sombras de lo que un día fueron, espectros que nadie podrá recomponer jamás.