Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Las obras de Misericordia 11: consolar al triste

Parece que no es necesario decir que todo el que está triste, necesita ayuda, compañía. Hay quienes, al ver a otro triste, no le ayudan, ya sea porque tienen duro el corazón o simplemente porque no saben qué hacer y cómo tratar a quien está triste.

Me parece a mí que lo primero que hay que hacer para practicar esta obra de misericordia es identificar el objeto, esto es, si hay verdadera tristeza o no. De todos es conocido el chiste en el que uno dice a su amigo: "hay que ver qué mal están las cosas, a mí se me pierde el bolígrafo, a tí se te muere tu padre...¡no se a donde vamos a llegar!".

También me acuerdo del caso de hace años, consistente en que un individuo, hijo único, al morir sus padres, heredó una gran fortuna. Su alegría duró poco tiempo, pues algo después de morir su madre, apareció un hijo extramatrimonial de su padre, que tras el oportuno expediente judicial de filiación y quedar demostrada la paternidad, reclamó su derecho a compartir la fabulosa herencia que inicialmente había recibido su medio hermano.

En una de las sesiones judiciales en las que el hijo matrimonial aparecía triste, preocupado y agobiado al ver que no iba a tener más remedio que repartir con su medio hermano los bienes relictos de su padre, hubo un momento en el que el juez le paró los pies y le dijo más o menos lo siguiente: "don Fulano, tiene usted una actitud inaceptable, con independencia de cual termine siendo el resultado concreto del reparto, porque usted, ante todo, debería estar alegre y feliz de tener un hermano y de poder compartir con él los bienes de su padre. No tiene usted derecho a estar triste ni a valorar más el hecho de tener unas cuantas fincas y unos cuantos millones de euros, que un hermano".

He puesto este ejemplo porque hay tristezas que son reales y otras que son inventadas, fruto del egoísmo, de la avaricia o de la superficialidad.

A mi modo de ver, la  mayor tristeza es el duelo por la muerte de un ser querido, entendiendo por tal, un familiar en sentido muy estricto, esto es, los padres, los hermanos, el cónyuge o algún hijo. En general, la muerte de los que no sean los citados, entraña duelo, pero a un segundo nivel.

Dicho esto, consolar al triste está en las antípodas de lo que hacen algunos, que es proponer evasión de esa tristeza. Consolar no es hacer olvidar, pues supone no tomar en serio el dolor ajeno y tener un pobre concepto de la naturaleza humana, como si el estado ideal del hombre fuera estar distraído o no mirar a la realidad, como un avestruz.

Consolar es acompañar, ponerse en el lugar del que sufre, sufrir con él.

Consolar no es darle una monserga al que sufre susurrándole palabras pías al oído. Tampoco es dedicarse a desarrollar en su presencia una teoría interpretativa de su sufrimiento. Y menos aún, por supuesto, emitir juicios acerca de las posibles causas de ese sufrimiento. Y no digamos si esos juicios son acusatorios. Puede ser útil a este respecto leer el capítulo 16 del libro de Job o el episodio del evangelio en el que los apóstoles le preguntan a Jesús "¿quién pecó, este o sus padres?", al ver a un tullido.

Lo importante al consolar, es acompañar, posibilitar que quien está triste, por propia iniciativa, se desahogue, que note que puede compartir con nosotros el peso de su soledad. No se trata de "dar soluciones", sino etimológicamente (con-solar), de "estar con él", sabiendo que el verdadero consolador es el Espíritu Santo, el Paráclito, el Consolador, el único capaz de consolar "desde dentro", desde nuestro interior.

De la misma manera que Jesús, en la última cena, dio de beber la copa con su Sangre (en la que iba su amor) a los discípulos, consolar es dar de beber al triste de la copa del Amor de Dios, que es el Espíritu Santo, el Consolador.

En el versículo 4, 13 de la epístola de San Pablo a los tesalonicenses, se nos enseña que hemos de hacer duelo con esperanza, pero no rehuir el duelo. Creemos en la resurrección, pero el duelo es duelo. Creemos que el difunto no está perdido. Pero nosotros lo hemos perdido. Pensar lo contrario sería hecer el gilipollas. La fe nos ayuda a superar el duelo, pero no nos libra de él, porque no somos de piedra, o al menos, no deberíamos de serlo.

En una de las más maravillosas de sus canciones, Joan Manuel Serrat decía: "No hay nada más bello que lo que nunca he tenido; nada más amargo que lo que perdí". Es verdad. Toda pérdida produce amargura, principalmente la de un ser querido, pero no solo eso; también la ruptura de un matrimonio, la pérdida de un empleo, la pérdida de la salud, la de la amistad de alguien. Todas las oportunidades perdidas producen dolor. Quien no reconozca esto, es que no tiene corazón.

"Bienaventurados los que lloran", nos recuerda el Señor en Mt. 5, 4. Cristo no dice "bienaventurados los que no lloran", sino los que lloran. Cristo no quiere que nos saltemos el duelo, que no lloremos por las ausencias, las carencias o las deficiencias. Llorar es un buen punto de partida para acceder a nuevas y buenas posibilidades interiores. Por ello, consolar no es poner una tirita, sino una oportunidad para llenarse del Consolador, del Espíritu Santo (Jn 16, 5-7). El consuelo es la integración del duelo en la propia vida, una integración que no deja fuera a Dios. El Espíritu Santo nos guía a Dios a través del sufrimiento, de modo que lleguemos a descubrir que todo en nuestra vida tiene sentido y de que aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rom. 8, 14). Tampoco Cristo resucitó sin más al hijo de la viuda de Naím. Antes de ello dedicó un buen rato a consolarla (Lc. 7, 13).

Cuando lleguemos a la bienaventuranza, todo será gozo. Pero en esta vida, todos necesitamos consuelo y todos podemos consolar.