La Lupa

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Relato breve de verano: Una historia para el recuerdo

POR CARMEN MUÑOZ DE ÁGUEDA. Vamos a situar nuestra historia en la Andalucía del último cuarto del siglo XIX, en una familia correspondiente a una burguesía adinerada y en un pueblo cualquiera de la  provincia sevillana.

Por aquella época las diferentes clases sociales estaban claramente definidas: nobleza, alta burguesía, clases medias y populares o asalariados. Afirma Vicens-Vives hay que considerar a la nobleza “como una realidad viva, no solo por el complejo de su riquezas agrarias, sino también por el atractivo que ejerció sobre las restantes clases sociales, a las que impuso buena parte de sus mitos y creencias” (1) la atracción que ejerce sobre el resto de la población “tardará mucho tiempo en extinguirse, especialmente entre las clases populares no proletarizadas, ese mágico prestigio del conde, duque o marqués, independientemente del poder político o económico de que sean portadores. Estamos pues, ante uno de los símbolos del antiguo régimen del siglo XIX y parte del XX, pervivencia clave para entender el conjunto de nuestra historia contemporánea” (2). El burgués enriquecido muestra gran empeño en parecerse en estilo de vida a la nobleza y se afana en la adquisición de fincas rústicas, construye capilla dentro de su casa y solicita los servicios de un capellán a diario.

La nobleza hidalga y la alta burguesía enriquecida constituyen las familias que durante la restauración acaparan el poder económico y político de este entorno. El comportamiento de los distintos pueblos dentro de la misma provincia era diferente, mientras en unos se mimetizaban los asalariados con los propietarios de las fincas haciendo causa común con ellos, en otros se iba formando una, llamemos, burguesía emprendedora formada por agricultores, comerciantes e industriales, bajo la cual se encuentran las clases medias formadas por un conglomerado heterogéneo de grupos, pero todos ellos con un indicador común, separarse lo máximo del proletariado y parecerse lo más posible a las clases altas.  Ello era motivo de chanza entre escritores y humoristas. Benavente dice que el único deseo de la clase media es “imitar a los de arriba y con ello perder su hidalga sencillez a la española para luego caer de lleno en lo cursi, caricatura de caricaturas, el quiero y no puedo, el aparentar lo que no se es para acabar en no ser nada” (3)

Pues en uno de estos pueblos, que bien pudiera haber sido Écija por ejemplo, vestidos de blanco por esa cal que reverbera la luz del sol desde su salida hasta el ocaso, donde el arraigo de sus costumbres, cada uno con su peculiaridad, hincan sus raíces en lo más profundo de su esencia, donde la murmuración corre como la verbena por calles y plazas, donde las clases sociales se tiranizan unas a otras en la medida de sus posibles, donde las campanas hacen suyo el viento en su tañer que con su  sintonía a veces alegre, a veces triste, anuncian una buena nueva, una defunción, un acto religioso o la hora del ángelus, perfumados con el aroma de las cocinas de leña y carbón  e iluminados sus noches con faroles o lámparas eléctricas de tenue y amarillenta luz, que, debido a su distanciamiento, proporcionaba una serie de sombras chinescas que a más de uno, seguro, pondrían nervioso, pues en uno de esos pueblos, repito, es donde vamos a situar el relato de esta historia, que basada en un hecho real, está novelada según criterio de la autora.

D. Germán Castillo de Villarrubia, señor de chistera, bastón y levita, propietario de fincas de labranza, donde daba alojamiento a varias familias de asalariados a cambio de su trabajo en las tierras y un pequeño jornal, tomó en matrimonio a la señorita Adolfina Cotos de Villapalos, hija de su misma clase social, esmerada educación religiosa, delicada, sabedora de, entre otras cosas, montar a caballo, bordar, tocar piano, anfitriona de acontecimientos sociales, lo que en realdad se exigía a una señora de esa categoría, ya que las labores domésticas las desempeñaban las amas de llaves, mayordomos y empleados varios.

Los artesanos de la aguja eran frecuentes, sastrerías, modistas, zapateros… ya que las indumentarias de la época requería con frecuencia de sus habilidades. Los botines, tanto para señoras como caballeros eran imprescindibles y si hablamos de los trajes, qué decir, las señoras con esos corsés ajustados, las faldas largas,  corpiños y blusas de encajes, sedas, lazos, capas largas y cortas, rematando el conjunto con sombrero más o menos sofisticado, daban a la mujer un delicado estilo de belleza, que aun no siendo demasiado cómodo, denotaban una femenina elegancia. Los señores con camisas de cuello para pajarita o alto con puntas redondeadas para corbata o pañuelo, chalecos, levitas, abrigos y chisteras como complemento, ofrecían una imagen distinguida.

De la unión de tan distinguida pareja nacieron seis hijos, los dos primeros fallecieron al poco de nacer de unas fiebres, que sumieron a la pobre Adolfina en una profunda crisis de ansiedad y tristeza. A requerimiento de su amante esposo, el doctor, a la sazón cincuentón, fumador de pipa, de correctos modales, incipientes plateadas sienes  y un poco picarón, acudía a diario con su alargado y estrecho maletín a tomar una delicada merienda que con sumo esmero le ofrecía su angustiada paciente, y después de despojarse del sombrero y bastón que le requería amablemente la doncella, se sentaba en el sofá a su lado  intentando distraerla de su afanoso penar, mientras que D. Germán se entretenía, ordenando papeles y atendiendo a alguna que otra visita de orden laboral, en su despacho.

El saloncito era amplio y acogedor, lo componían varías cornucopias, cuadros con figuras de la época y de caza, un gran espejo adornado con un penacho de hojas de acanto,  un reloj de péndulo que daba las horas, las medias y los cuartos, muebles de estilo isabelino a saber, dos vitrinas expositoras donde se exhibían figuras de porcelana, juegos de café, fuentes y jarras de cristal y plata,  un sofá y dos sillones tapizados con cretona de motivos florales en tonos apagados, una mesa bajita ovalada, adornada con un tapete de encaje de bolillos en el que reposaba un decorativo cestito de flores, y un cenicero de plata, un escabel, una rinconera en la que reposaban aburridos unos libros de literatura y una campanilla para avisar al servicio, un gran ventanal enmarcado con unas largas cortinas de terciopelo, abrazadas por sendos cordones rematados con borlón de flecos acordonados y visillo blanco, que dejaba traslucir la luz exterior vivificando una preciosa maceta de helecho que se encontraba delante de ella, pendiendo del techo una lámpara de cristalitos colgantes que al entrar el airecillo de la ventana, repiqueteaban alegrando el ambiente.

Tantas fueron las pláticas y meriendas, que al cabo de año y medio, superado ya los males que le afectaban, empezaron a venir hijos al mundo, no sabemos si además de los remedios terapéuticos del doctor, interviniera algún que otro tratamiento, lo cierto es que hasta el número de cuatro, lograron sobrevivir a las enfermedades infantiles de la época, alcanzando edad adulta.

La falta de agua y la incultura hacían que la insalubridad reinara por todas partes y las enfermedades infecciosas estuvieran a la orden del día. Las calles eran lodazales pues no estaban asfaltadas y a ellas iban a parar, sobre todo en las zonas periféricas, demasiados deshechos, algún que otro animal muerto, de tal manera que se hacía insoportable el transitar por ellas a causa del mal olor que ocasionaba la podredumbre. Aunque  las viviendas señoriales poseían un corral donde se criaban animales para su consumo en ocasiones especiales y también para almacenar los residuos tanto de alimentos como fecales, cuando se limpiaban los echaban a la calle, siempre trasera, cubiertos con una  capa de paja hasta su descomposición para que los escasos servicios de limpieza municipal, casi nulos, pues eran muchas veces los propios sirvientes los que los transportaran en carros y sirviera de abono a las tierras.     Cuando el calor secaba todo aquello, al levantarse el polvo, bien por aire o por el paso a algún carro o caballería, los padecimientos pulmonares eran frecuentes.

Al primer hijo (por orden cronológico sería el tercero, pero fue el primero que sobrevivió), le pusieron por nombre Germán, (Germán Castillo y Cotos de Villapalos) muchacho apuesto, de buen parecer, buen talante y esmeradas maneras que debió aprender en el seminario, pues a temprana edad los padres le ingresaron para corregir su impetuosa y díscola conducta que manifestó al inicio de la adolescencia e iba in crescendo a lo largo de la misma.

Eran frecuente las peleas en la calle, ya que se jugaba en ellas, tanto en niños como en muchachos, se dirimían a pedradas limpias, que se lanzaban con hondas hechas por ellos mismos con una cuerda de esparto y un trozo de cuero, entre grupos o bandas procedentes de distintas clases sociales. Por tal motivo podía verse llegar a sus respectivas casas alguna que otra cabeza chorreando   sangre y algún que otro moratón por el cuerpo.

La segunda hija viva, de nombre  Serafina, como su abuela materna, fue una niña vivaracha donde las hubiera, clarita de piel y pelo, dulce, cariñosa, y fácil de manejar llegó a convertirse en una señorita casadera a la que no le faltaron numerosos pretendientes que suspirasen por sus encantos. Casó y no tuvo hijos, pues aunque los médicos le dijeron que no tenía ningún problema para concebir, su marido no consintió nunca ir a hacerse un reconocimiento ya que rebajaría su honor y orgullo masculino si detectasen algún contratiempo en él, y no estaba dispuesto a consentirlo bajo ningún pretexto. Llevó una vida tranquila, más bien aburrida por monótona, dedicando su tiempo en ir a misa y hacer primorosos ajuares para madres necesitadas que entregaba a las monjas de un convento de Carmelitas que se encontraba no muy lejos de su casa. Enviudó y tras pasar los dos años de luto, imprescindibles, se dedicó a cuidar de sus padres, ya mayores,  con la ayuda, claro está, del personal de servicio.  Al fallecimiento de los mismos, y hecho el oportuno reparto de la herencia, vendió sus posesiones y se fue a vivir al convento, entregando allí tales emolumentos que fue recibida poco menos que al son de cítaras y tambores.

La dote la ofreció a una sobrina suya, postulante, que se encontraba dentro intentando profesar en la orden, pero dejó bien claro dicho que si su sobrina se arrepintiese de su permanencia allí por cualquier motivo, la dote se quedara dentro de sus muros. Arreglaron el tejado medio derrumbado, la iglesia fue redecorada, quitaron humedades de las paredes de las celdas y  pasillos, el refectorio recibió las vajillas y cristalerías que ella misma donó, y  le acondicionaron una habitación especial con antesala para que pudiera recibir visitas.  En fin, toda una revolución y locura lo que aquellas monjitas pudieron hacer con el capital llovido del cielo, o mejor dicho de Serafina. A su muerte, ocurrida por un cáncer, fue enterrada bajo la bóveda de dicho convento.

Los entierros de las clases pudientes de esa época eran de lo más pintoresco, válgame la expresión, ya que debían dejarlo escrito en el testamento la forma en la que querían ser transportados al otro mundo. La caja podía ser alquilada o en propiedad, el carruaje fúnebre podía ser tirado por dos o cuatro caballos que a su vez podían llevar como adorno en sus cabezas una especie de sombreros con plumeros como elemento decorativo a la manta que portaban en el lomo, los curas, también podía ser elegidos el número de ellos, llevarían o no capa larga o media capa y de igual modo se designaría el número de monaguillos, los músicos también eran elegidos por número y una cosa muy importante, los empleados municipales deberían ir correctamente vestidos de riguroso negro y totalmente sobrios, pues, como ese trabajo no estaba bien mirado, los que se dedicaban a ello eran gentes analfabetas, con pocos escrúpulos y mucho vino en el cuerpo. Imagino que dentro de la pena por la pérdida de un ser querido debía ser la nota discordante que aliviara esos duros momentos, cuando llegara la hora de contratar el entierro y empezaran a preguntar, “señor como lo quiere, ¿con manta o sin manta, con plumero o sin plumero, capa larga o media capa, 5-10-15 curas y monaguillos…?

Ricardo fue el tercero, revoltoso de niño pero ponderado de mayor, desde siempre tuvo claro que era lo que su progenitor y la sociedad esperaban de él y no tardó en conseguirlo. Cuando terminó sus estudios le pidió a su padre un adelanto de lo que le correspondiera en herencia y compró tierras para llegar a ser propietario. Alcanzó el estatus que le correspondía por cuna. Casó y tuvo cuatro hijos.

El cuarto fue Eladio, como su abuelo paterno. Éste, al llevarse unos años más de distanciamiento entre los hermanos, creció más consentido. Su espíritu rebelde le hacía ser extrovertido, pícaro, zalamero, consiguiendo todo lo que se proponía pero de distinta forma que sus hermanos. Alto y apuesto, moreno, de pelo rizado, de inteligencia despierta y rápida la empleaba más en el disfrute que en los libros y pronto se convirtió en asiduo de fiestas y saraos. Aunque se casó y tuvo hijos, era frecuente encontrarle en tabernas y burdeles pues no tenía reparos en codearse con todo tipo de clases sociales.

Los lupanares, desde la antigüedad, se encontraban a las afueras de las ciudades y pueblos, pero debido a la excesiva tolerancia y permisividad también se establecieron en lugares céntricos, e incluso dentro de los mercados en los sitios que los hubiese, lugares éstos, que junto con los abundantes borrachos (también se vendían vinos y licores) y falta de higiene, el mal olor debería ser insoportable y el comer los alimentos que allí se ofrecían, todo un riesgo.

Así transcurría la vida de Eladio cuando un buen día tuvo que cargar con una tropelía que él no había cometido. Llegado a este punto (a la sazón), su hermano Germán, cura del pueblo, se beneficiaba periódicamente a la mujer del zapatero, moza de buen ver y mejor tocar, lozana y prieta, gozaba con los requiebros, los mimos y demás placeres carnales que se le demandaba y ella gustosa ofrecía a una persona culta y refinada. El jugueteo, como es de suponer, se llevaba con el mayor sigilo y prudencia, pero hete aquí, un día que el zapatero se encontró indispuesto, volvió a su casa antes de tiempo y pilló in fraganti a la pareja. A pesar de asegurar ambos, por activa y por pasiva, que aquello no era lo que parecía, fue tan evidente la escena que el zapatero no se lo creyó y aunque precipitadamente el cura saltó corriendo por una ventana que daba a la parte trasera de la vivienda y a un callejón poco transitado, para que el escándalo no traspasase los límites de sus muros, el marido ofendido corrió tras él, cual felino selvático, portando un revolver y dándole alcance. Tras un forcejeo con pelea incluida, Germán logró arrebatar el arma  y en el transcurso de la reyerta, le asestó un tiro. El pobre y cornudo zapatero no muere en el acto, pero si al poco tiempo víctima de una gran infección. El percance corrió como pólvora al viento pero… ¿qué palabra tenía más peso y credibilidad, la de un inculto zapatero o la del señor cura? Éste, en su descargo ante la policía declaró que en  su locura (la del zapatero), no debió darse cuenta  que el beneficiador no era él sino su hermano Eladio, que tan dado era a esos menesteres.

Por tal motivo, Eladio huye a México y más tarde al sur de Texas.  Allí se dedicó a toda clase de actividades, pero dada su condición y habilidad para los trapicheos, pronto empezó a ganar dinero y llevar una vida, a su modo, placentera. Trabajó como dependiente, guardaespaldas, boxeador y varias cosas más, saliendo herido en la cara en una reyerta en la que se vio envuelto. De dicha herida le quedó una cicatriz que le causaría gran problema en el transcurso de su vida. Como lo suyo eran las mujeres, trabajando en una hacienda conoce a una muchacha, también de allí empleada, y convive varios años con ella, manifestando un grado alto de felicidad del que nacieron cuatro hijos. No pudo casarse porque ya estaba casado en España, por lo que los hijos llevaron siempre el apellido de su madre.

Su mujer aquí, en el pueblo, después de pasar cinco o seis años sin tener noticias de su marido, se lío la manta a la cabeza y decidió unirse a otro hombre, con el que se cuenta le fue bien y vivió feliz.

Pero… Eladio se entera que en España el delito por el que le perseguían había prescrito o habían retirado la denuncia, no lo tenía claro, y decide  regresar y pedir la parte de la herencia que le correspondía ya que sus padres habían fallecido. Tras un largo viaje en barco y lleno de peripecias, llega a Cádiz donde desembarca y corre a su pueblo a ver qué pasa. Como es recibido fríamente, su mujer con otro, sus hijos le demuestran indiferencia y parece ser que de herencia no recogió mucho, marchó a Madrid para abrirse camino de nuevo.  Para ganarse el cariño de sus hijos, viajaba de vez en cuando de Madrid al pueblo para estar con ellos y recomponer heridas.

Ocurrió que en 1924, un ex oficial de correos que conocía bien las costumbres y normas de seguridad, planea junto con un amigo, hijo de un militar, y dos personas de los bajos fondos, el atraco al tren expreso de Andalucía. Uno de ellos, traficante de drogas, al que apodaban pildorita, preparó unos polvos que al mezclarlo con vino debería servir de somnífero para los vigilantes del vagón donde iba el correo, dinero y objetos de valor, mientras ellos perpetraban el robo. Lo que iba a ser un simple apoderamiento de lo ajeno, se convirtió en dos asesinatos por no haber surtido efecto el brebaje, los nervios consabidos y el forcejeo. Los tres atracadores saltan del tren antes de que este llegue a la estación de Alcázar de San Juan, donde el cuarto les esperaba en un taxi para llevarlos a Madrid y allí repartirse el botín. El tren sigue su marcha hasta Córdoba donde se descubre el asesinato. Comienza la investigación, detienen a dos, un tercero se suicida en su casa y un cuarto huye a Francia y se entrega en la embajada española de Paris, siendo condenado a 30 años de prisión.

En medio de la investigación, en uno de esos viajes que Eladio realiza, a la altura de Santa Cruz de Mudela, es confundido con uno de los atracadores por tener un físico parecido y una cicatriz en la cara y es detenido. Llevado al cuartelillo pasa en el calabozo unos días hasta que logra ponerse en contacto con uno de sus hermanos, concretamente el cura quién después de no pocas cartas, misivas y petición de favores, logra ponerlo en libertad. Los dos hermanos tuvieron una conversación que aunque al inicio fue un poco violenta, ya que volvió a recriminarle la culpa con la que había tenido que cargar, como luego le liberó, por algo que tampoco había hecho, la cosa quedó en un abrazo por aquello de “la fuerza de la sangre”.

El cura Germán iba visitando los cortijos que tenía asignado en su parroquia a lomos de una mula torda y un día de una gran tormenta, al estrepito ocasionado por un trueno y la luz de un aparatoso relámpago, se asustó el cuadrúpedo, se desbocó y al escurrirse de la silla quedó enganchado el pie en el estribo y siendo arrastrado por medio del campo, fueron tantos y tan prolongados en el tiempo los golpes que recibió, que murió a causa de ello.

Eladio, una vez libre, busca alojamiento y encuentra una pensión llamada,  como el apodo del propietario, “El cojo” debido a un mal parto que tuvo la madre, pues tiraron tan fuerte de una pierna (venía en mala posición), que se la desvencijaron para el resto de su vida. La habitación no estaba del todo mal, era pequeña con un armario un tanto raído, un ventanuco donde podía verse con dificultad si era de día o de noche, una palangana con su jarra de agua y toalla, la cama, una silla y un perchero, pero estaba limpia. Allí conoció a Agustina, Tina para los amigos, era la encargada de poner todo limpio y en su sitio, hacer la comida y cualquier quehacer doméstico que se le solicitase. Era ella madre soltera de una preciosa niña de largas trenzas, nariz respingona y ojos azules. A menudo revoloteaba  por el saloncito de la pensión pidiendo al cojo, al que llamaba abuelo, unas monedas para comprarse un dulce que vendían en una tiendecilla situada en la esquina de la calle. Después de camelarse a la buena de Tina, comienzan una convivencia de la que nacen cuatro hijos, tres niños y una niña a la  que puso de nombre Guadalupe en recuerdo de lo bien que se lo pasó en América y la familia que dejó, de la que nunca más tuvo noticias. Tampoco pudo darles su apellido por seguir canónicamente casado en su pueblo natal,  llevando solo el de la madre.

Como seguía siendo avispado para los negocios, compra unos terrenos a las afueras del pueblo y monta una vaquería que le da para vivir holgadamente. Se construye allí una casita y se traslada con Tina y sus hijos. Pero, como era de espíritu inquieto, cuando había corridas de toros en la plaza de las Virtudes (plaza cuadrada de las más antiguas de España), por las ferias, aunque ya empezaba a estar un poco metidito en carnes, también actuaba como “picaor” sacándose unos buenos duros extras.

Una vez le llevaron a hombros, por el buen hacer que tuvo en la plaza  a petición del público, aunque en otras ocasiones le corrieron por la calle. Esa noche, hubo de tener además, una buena recompensa doméstica, pues a la mañana siguiente lucía una sonrisa tan placentera como hacía tiempo no mostraba.

A su muerte, Tina vende la vaquería y junto a sus hijos regresan al pueblo de Eladio y montan una tahona con despacho de pan y dulces que regenta el hijo mayor, pero en el que trabajan todos. Al estar situada en una calle céntrica esquina a una plaza, el negocio prosperó pronto, viviendo todos con acomodo. El segundo de sus hijos, le sale tan buscavidas como él y le apodan “el tío pitillo”, siempre llevaba un cigarro en la boca.  Este, al igual que su padre, viaja a Madrid y se hospeda en una pensión y la historia se repite. Conoce a Ramona, también madre soltera con una hija, se enamoran y convive con ella.  Como estaba acostumbrado a tener dinero en el bolsillo para sus caprichos y allí no tenía lo necesario, emigra a Alemania y a su vuelta monta un espectáculo de vedettes actuando de proxeneta de la “Super Cocó”. Tiene también actividades varias, entre ellas dependiente de una sastrería que al paso del tiempo llegó a ser encargado. El mundo de las relaciones públicas le iba como anillo al dedo, de tal modo que conocía gente de muy distinto pelaje y condición, dándole lo mismo pedir que hacer favores. En uno de esos, ayudó a un torero saliendo en cartel como “El Sastrerito”.

Cansado de tomar tantas medidas y darle a la aguja, decide dedicarse a otra cosa y pasa a trabajar en la distribución de  productos cárnicos. Recorre el país de punta a punta en busca de clientes, llegando a tener una cartera importante, lo que hizo alcanzar unos buenos beneficios, tanto para él como a la empresa.  Al ser tan efectivo, pronto le hacen jefe de flota y tras un concurso de varias delegaciones se hace con la distribución de Soria  donde conoce a una mujer robusta y espabilada, para no variar también madre soltera, se casa con ella, y al cabo de dos años consigue otras distribuciones por la península.

Como podrán apreciar los lectores, en esta pinturera y rocambolesca historia, parece que además de poder heredarse el color de los ojos o del pelo de padres a hijos, también pueden darse circunstancias y acontecimientos semejantes aun siendo tiempos diferentes, pues la similitud de vida entre “el tío Pitillo” y su padre Eladio no pueden ser más iguales.  ¿Vendrá condicionado por el comportamiento y ejemplo dado de padres a hijos durante la etapa de niños y adolescentes?.......  Esto es, la causalidad, que no la casualidad.

Ejemplos hay muchos, este al menos ha tenido un final feliz, sin embargo otros los tienen demasiado trágicos.

 

Carmen Muñoz de Águeda                      

 

Libros consultados:

Osuna durante la restauración 1875-1931. Autor: José M. Ramírez Olid, vol. I y II

(1).- Vicens-Vives, Jaime: Historia de España y América, T.V. Barcelona Vicens-Vives.    1971, pag. 130

(2).- Jover, José María: Historia social de España. Siglo XIX. Madrid, Guadiana, 1972.   Pag. 285.

(3).- Benavente, Jacinto. Memorias. Cit. En Cabrera, H:Revolución liberal. Madrid.  Altalena Editores, 1978, pag. 112.

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